Pisando el acelerador del tiempo: identidades en la sociedad global
Trueno los dedos y todo se hace enseguida; doy una orden y obtengo lo que deseo. Vivimos en pleno siglo XXI, una época que Bauman Zygmunt (2008) identifica como La sociedad de los Tiempos Líquidos : todo acontecer, todo proceso y cualquier innovación es rápidamente adoptado, y con la misma facilidad es dejado porque se devalúa su valor original, lo material es utilizado y dejado casi en el acto porque para nosotros ya es urgente pasar la página sin haber disfrutado la lectura. ¿Acaso corremos sin parar en la vida para ir donde otros van? ¿Estamos conscientes de si existe una meta a la cual llegar? La volatilidad cobra sentido, y en la valorización del moverse continuamente el sujeto precisa de una identidad que lo reconozca como parte del juego dinámico de la globalización.
Abordar la situación de incertidumbre que padecen los sujetos en la dinámica de la globalización —entendida como proceso económico—, respecto al sentido del tiempo y sobre el significado de la paciencia, supone analizar la identidad que hace al individuo partícipe de los procesos globales en un nivel micro dentro de los contextos donde se mueve, aunado a la visión de la aceleración como eventualidad cíclica en su vida diaria. De este modo, es preciso resaltar la pertinencia de identificar al ente Titiritero, que se divierte desde arriba haciendo las reglas que rigen a la sociedad global, donde pongo en evidencia la intencionalidad directa de una entidad externa que dirige el juego de la aceleración de la temporalidad.
En nuestra vida personal, autónoma, lo que nos mueve es la motivación y las decisiones que tomamos ante lo que nos gusta o algo nuevo digno de ser experimentado. Ya de antemano establecemos el motivo o las razones por las que hacemos tal o cual cosa, aparte de que resulte agradable. Decidir significa asumir una responsabilidad, en la medida en que tenemos clara la intencionalidad por la que se realiza tal o cual cosa; además es una postura desde la cual se parte para movernos en su ámbito social. Antes de que se iniciaran los procesos evolutivos de la globalización, las cosas agradables solían hacerse bien, con gusto; sí, nos motivaba el placer, el hacerlo por nosotros mismos. Esta práctica se acompañaba con la satisfacción de “hacerlo por ti mismo”; era la realización por sí misma la que tenía un gran significado y un valor porque el individuo realizaba su quehacer “x” sin problemas; estamos hablando de modos de vida particulares, puesto que las actividades que realizaban las personas en este panorama de equilibrio estable tenían una función de realización individuales. Además, hasta cierto punto se compartía de manera más marcada el espacio de convivencia dentro de la lógica del hacer individual, como observar el vuelo de un ave, caminar por la calle y ver los autos que pasan.
El “hazlo tu mismo” cambia cuando la sociedad ha mutado a una aldea global. Gandarilla (2004) menciona al respecto que la globalización se ve como un proceso y también como dinámica , que modifica los modos de vida hasta en los lugares más distantes y desconocidos del mundo. Para propósitos de este trabajo, me refiero a la globalización, en palabras de Gandarilla, “como la expansión del mercado a escala mundial” ; las implicaciones de tal conceptualización recaen en una visión distinta acerca de una nueva configuración que presenta hoy el mundo. Si el neoliberalismo es el modelo económico por excelencia en estos momentos, es pertinente establecer una posición crítica frente a las normatividades que han adoptado los países para dar prioridad a la eliminación de fronteras arancelarias, porque en lo consecutivo, con las empresas transnacionales funcionando en territorios que poseían una identidad propia, se ven invadidos y resultan afectadas sus dinámicas.
En tal estado de las cosas, el sujeto empieza a cambiar igualmente. La proliferación de productos e innovaciones venidas de los procesos de producción resultan tan atractivos que incluso llegan a reemplazar las actividades que antaño se hacían “con gusto” y mediados por la motivación. “¿Por qué preparar un jugo de naranja si puedo ir al supermercado a comprar un litro de zumo ya empaquetado?” dirían muchos; el ejemplo da paso al panorama acerca del sentido que tiene el tiempo a partir de la ruptura con el gusto por hacer las cosas; si antes el tiempo se consideraba esencial para aprovecharlo realizando actividades importantes, hoy “toda demora, dilación o espera” representa una situación de mal gusto e incómoda, porque la concepción del tiempo significa que hay que recortarlo o simplificarlo para poseer lo que se quiere casi en el acto, sin demora. Otro ejemplo que pone muy en evidencia la pérdida de la paciencia es lo que vemos en el flujo vial de las ciudades: sonar el claxon significa desesperación por andar rápido.
Citado por Bauman (2007) y Caroline Meyer, David Shi, de la Universidad Furman de Carolina del Sur, llama a esta nueva situación el “síndrome de la aceleración” . Acelerar, en términos generales, es aumentar la velocidad para realizar alguna cosa en el menor tiempo posible, desde la visión de las personas. Pero también empezó a tomarse en consideración esto en los procesos de producción, dando al tiempo un sentido de temporalidad volátil; en la actualidad nos parece normal que a diario aparezcan nuevos modelos de ordenadores y teléfonos celulares, que se mencione en comerciales y publicidad un producto innovador con tales o cuales características. Al priorizar la aceleración del tiempo se pierden por completo las costumbres y actividades representativas que hacían al sujeto sentirse bien consigo mismo, porque ahora son desplazadas por innovaciones introducidas por el mercado global, dando cabida a una nueva manera de reestructurar los modos de vida: ya no hay paciencia, la paciencia es un atropello que atenta contra la “dignidad humana” (claro, los pacientes en los hospitales no tienen alternativa). El tiempo significa fastidio, cuando antaño era valioso.
La actualización constante de productos del mercado acarrea un cambio en el comportamiento de las personas y de los mismos procesos. Actualizar va aunado a lo nuevo, lo que se ha estado esperando con ansia. Pero igualmente con lo que pasa con el tiempo, dicha actualización significa devaluar los productos anteriores, dando preferencia a los innovadores. Decía en líneas anteriores que el sujeto tiende a cambiar con estos procesos del mercado global y la concepción del tiempo; antes de cambiar a este paradigma de lo global, el individuo era consciente de su identidad porque tenía noción de lo que hacía al tomar decisiones propias acerca de lo que deseaba hacer, era un ser autónomo con libre albedrío. En el marco de la sociedad global y de los procesos del modelo económico mundial, el sujeto carece de identidad porque ha sido homogeneizado por los procesos del sistema globalizador, es un ente más que forma parte del engranaje que mueve al mercado neoliberal; pero no significa que las personas pierden su identidad, sino que se les arrebata y, a cambio, se le otorga otra completamente deshumanizada: la del cazador .
El cazador es aquel ente que aprovecha todas las oportunidades que se le presentan, anda al acecho en busca de la presa y, por supuesto, carece de paciencia cuando se trata de obtener algún trofeo digno de un depredador. Se manifiesta en los sujetos esta identidad cuando entran en la dinámica global del mercado, la actualización acelerada de todos los procesos productivos y el surgimiento de productos envidiables. El cazador en condicionado para que entre en un juego que parece no tener fin, puesto que el tiempo como eventualidad es presurizado para darle prioridad a la necesidad de moverse hacia donde van otros cazadores buscando nuevos trofeos que capturar.
El tiempo, que se torna ahora en impaciencia y en una molestia, es para el cazador un inconveniente, porque con los procesos productivos de intermediarios ofreciendo actualizaciones, la vida parece una carrera donde todos los corredores se mueven rápidamente y no saben cuál es la meta. Correr significa sobrevivir, estar al tanto de todo lo más reciente que va apareciendo a cada día, cada minuto, cada segundo, porque todo cambia, todo se esfuma de la noche a la mañana para dar lugar a algo más novedoso que se vuelve obsoleto casi en el acto. Esta es la naturaleza del cambio, la constante depuración de lo que antes era valioso pero que se torna inservible (al menos es lo que pretenden los expertos en el ámbito de la mercadotecnia), cuando ya apareció algo más actualizado. Detenerse en la carrera significa quedarse atrás, y es paradójico porque los sujetos deberían hacer un alto en el camino para analizar las decisiones que se toman y ver con claridad hacia dónde lleva la situación de la inmediatez; esto significa preguntarse si vale la pena correr sin saber qué hay al final del camino.
Considero que esta volatilidad es una invención intencionada donde quienes controlan el mercado global son los titiriteros que mueven los hilos para que los títeres, o sea, las demás personas, se comporten exactamente como ellos desean; en otras palabras, los titiriteros son la elite neoliberal que decide a qué velocidad deben acelerar en el juego inconsciente. La decisión está dada en el momento en que dan pertinencia a la movilización de los mercados para crear necesidades; dichas necesidades son una condición para controlar a los jugadores de la carrera acelerada. El jinete que participa en una carrera de caballos sabe de antemano que va a llegar a la meta si se esfuerza, porque la motivación y el deseo de ganar lo mueven; en la era global de la aceleración el sujeto se deja llevar por donde quiere el titiritero, y al ritmo que impone en el proceso.
Con todo esto, ¿acaso hay una pérdida inevitable de la autonomía? Si damos por hecho que la incertidumbre permea en la carrera, si las personas no saben por qué curren, sí hay una desarticulación con la autonomía. Pero si los sujetos dejan de ir al ritmo de la volatilidad para analizar la situación en que se encuentran, pueden identificar al titiritero, y proponer un cambio nuevo (sería de antemano utópico el solo hecho de pensarlo), para al menos estar conscientes de asumirse como personas con identidad y libertad de pensamiento. Si hay que seguir a la “bola” a donde vaya, es preciso estar conscientes del por qué lo hacen.
Bibliografía
BAUMAN, Zygmunt (2007). Los retos de la educación en la modernidad líquida. Edit. Gedisa: Barcelona, 46 pp.
_______________ (2008) “Separados, pero juntos” y “La utopía en la época de incertidumbre”. En: Tiempos líquidos, vivir en una época de incertidumbre. Ensayo Tusquets editores / Conaculta. México, pp. 103 – 155.
BECK, Ulrich (1998). “Introducción (primera parte)”. En: ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización. Edit. Paidós. Col. Estado y sociedad. Barcelona, pp. 15 – 35.
GANDARILLA, José (2004). “¿De qué hablamos cuando hablamos de la globalización? Una incursión metodológica desde América Latina”. En John Saxe-Fernández (coord.). Tercera vía y neoliberalismo, pp. 35-69.
Este es un espacio para publicaciones de ensayos académicos sobre temáticas educativas y sociales, para quienes están interesados en el panorama educativo en el marco del mundo global y la sociedad del conocimiento.
La didáctica, su intencionalidad y la autonomía de los sujetos
Intencionalidad de la didáctica aplicada a disciplinas curriculares y autonomía de los actores en los procesos de enseñanza y aprendizaje.
Citado por Álvarez Méndez (2001), la postura de Kliebard (1989) de que “sin contenido no hay currículum” determina de manera concluyente la importancia de delimitar el currículum para entender la naturaleza de las disciplinas curriculares que son puestas a la disposición del docente como agente que “transmite” el contenido epistemológico de cada una de ellas a los sujetos que en todo proceso educativo serán los educandos. Ocurre algo particular en el momento en que las relaciones entre el profesor y el alumno van dirigidas con una intención muchas veces implícita, pero que se hace visible cuando se aclara que todo conocimiento implica posturas políticas y de otra naturaleza, con lo cual se puede establecer un vínculo entre las disciplinas curriculares y los saberes propios del docente. Esta relación la pretendo justificar partiendo del hecho de que la didáctica, entendida desde mi postura como disciplina con su campo de conocimiento en construcción y que atañe a los procesos de enseñanza y aprendizaje, opera dentro de un marco institucional educativo, o sea, los espacios propios donde pueden hacerse explícitos los procesos educativos. Además, doy pauta para entender la cuestión del nuevo papel que debería jugar el docente ante sus propias decisiones, enfocándome literalmente al significado de la autonomía dentro de dichos espacios y las relaciones con los estudiantes.
Toda intención tiene una dirección, o más bien un propósito u objetivo que se establece y, siguiendo una serie de pasos, se pretende cumplir. La didáctica, para que pueda llamarse así como disciplina, debe operar dentro de un espacio definido —pero no por esto limitado—, con una serie de caracterizaciones propias; estamos hablando del espacio institucional porque fuera de éste no es posible hablar de didáctica. Se entiende a lo institucional como un ambiente organizado que, como especificaba, tiene una intención, de tal modo que la didáctica, presente dentro de este ambiente, es asimismo intencional. La intención de tal espacio es proporcionar los medios para que se efectúen estos procesos de enseñanza y aprendizaje; al estar organizado sugiere que es óptimo y cuenta con todas las condiciones imprescindibles, o al menos eso debería ser así, para lograr lo que se propone la didáctica aplicada puesta en marcha por los actores de los procesos educativos.
Ahora, en estos términos no estoy hablando de la didáctica general, porque habiendo señalado la intencionalidad del espacio institucional, estamos pisando terreno de la didáctica aplicada porque el ambiente organizado supone tareas y actividades prácticas que se llevan a cabo por los actores encargados explícitamente de ellas. En estas condiciones estoy concretando que la didáctica aplicada va a ocuparse, específicamente en este caso, de las disciplinas curriculares que son los contenidos que con toda intención van a comunicarse dentro del espacio organizado de operación de la didáctica. No obstante, y siguiendo la idea de las disciplinas, para que la didáctica pueda aplicarse a éstas, es preciso tener en cuenta tres componentes que justifican cabalmente su aplicabilidad. El componente epistemológico supone tener presente el conocimiento científico de la disciplina curricular, lo cual implica respetar su estructura y lenguaje, para lo cual su transmisión debe ser objetiva por parte del docente, habiendo tenido como condición éste el conocer de antemano el contenido de la disciplina, pero dicha transmisión no es simple y llana sino constructiva y, llamativa inclusive, para el educando.
Para la selección y organización de los contenidos, es preciso considerar el componente didáctico-curricular, porque es el profesor quien los selecciona en última instancia —no como una actividad instrumental, porque se perdería la intencionalidad—, guiado por un marco cultural y el valor educativo para los alumnos de tales contenidos. En cuanto al tercer componente, que es el práctico, considero que establecer “las situaciones apropiadas para el aprendizaje” implica, además de contar con todos los elementos que ayuden a su establecimiento, articular el saber teórico con el práctico porque es aquí donde podemos ver claramente la relación entre lo que se desea trasmitir y los procesos que se van a desarrollar para su logro.
Ante estos componentes imprescindibles a contemplar cuando hablamos de la didáctica aplicada, entiendo a la docencia como una actividad práctica socialmente aceptable en el contexto donde ocurren los procesos de enseñanza y aprendizaje. En este sentido, el docente que ejerce tal actividad, quien tiene conocimiento de las disciplinas que se dispone a enseñar a los alumnos, no puede dar por hecho que trasmite lo que aprendió antes de dedicarse a impartir clases; esto es importante y hay que tener cuidado porque el conocimiento, en palabras de Álvarez Méndez (2001), “no se puede reducir a un objeto que hay que transmitir” . Supondría más bien reinterpretar los contenidos curriculares —que en instituciones de nivel superior rígidas los dan todos por hecho sin cuestionarlos—, claro está, desde la perspectiva del docente o incluso construyendo nuevo conocimiento en las relaciones que se entablan entre el profesor y el alumno dentro de la institución.
Quien se deje llevar por las apariencias, podría llegar a creer que en el espacio organizado de la institución existen una serie de lineamientos a seguirse como receta de cocina para llegar al objetivo propuesto de antemano. Es preciso aclarar que tal cosa no puede tolerarse en nuestros días, y no obstante suele suceder en muchos ambientes que se caracterizan como rígidos. Al ser intencionada, la didáctica va más allá de lo técnico, porque en el planteamiento de los objetivos —que no pretenden realizarse a base de pasos especificados—, se busca comprender la finalidad de la práctica docente y sus alcances, de tal manera que el profesor ya no será visto como un sujeto transmisor, sino como un mediador que, facilitando el contenido curricular, puede problematizarlo a los educandos para que el conocimiento sea construido en el aula y otros espacios de la institución, de tal suerte que ya no será impuesto por quien no participa dentro de los procesos educativos.
Pero resulta que el docente que aspira a tales actitudes dentro de los procesos de enseñanza y aprendizaje, no siempre puede disponer de la libertad personal y del espacio organizado para conseguir ser un mediador del conocimiento. Estoy hablando de la autonomía del sujeto que actúa como facilitador, orientador y mediador. Como no es un experto —puede llegar a serlo—, no obstante tiene capacidad de decisión profesional; tomar decisiones es una realidad, y tal función del docente se ejerce en el mismo espacio del aula, porque decide cómo organiza el contenido de las disciplinas curriculares, considerando aquí la importancia del componente didáctico-curricular, en su práctica docente. Decidir, organizar, manejar, éstas son las características del profesor autónomo.
Sin embargo, para tener autonomía, es preciso tener capacidad de decisión. Aquí subyace un problema con la cuestión del poder, que no es otra cosa que tener bajo control lo que se quiere, haciendo todo según se considere necesario. Digo que se presenta un problema porque el poder de decisión siempre está en manos de unos cuantos, y la autoridad es quien dispone de él. De manera que, el profesor en tanto desea decidir lo que es acorde a la estructura y organización de los contenidos dentro del espacio organizado institucional, se ve impedido muchas veces a llevar a efecto su autonomía porque es restringida porque alguien “de afuera” decidió cómo se van a llevar a cabo los procesos de enseñanza y aprendizaje, sin darle muchas opciones al profesor quien es en verdad el que debe tomar decisiones al respecto. Si sigue como receta lo que se le pide, no está siendo autónomo, y por tanto no puede promover la autonomía a los educandos; en cambio, si se rebela contra la receta que le impone la autoridad, está siendo autónomo y en consecuencia hace promoción de la autonomía porque en esto consiste tener capacidad de decidir. Y la intencionalidad de la didáctica es llevada a término puesto que los actores participan en su realización.
El espacio organizado, o la institución, es la clave para comprender la aplicabilidad de la didáctica con respecto al conocimiento que se construye de manera objetiva en la relaciones entre el profesor y los alumnos. Tener presente que el profesor decide en última instancia cómo va a organizar los contenidos curriculares, sugiere mirar con otra óptica el papel que juega el docente cuando tiene a la autonomía de su lado para asumir tal decisión. La didáctica es intencional, porque en los proceso de enseñanza y aprendizaje nada es fortuito.
Bibliografía
ÁLVAREZ Méndez, Juan Manuel (2001) Entender la Didáctica, entender el Curriculum, ed. Miño y Dávila editores: Madrid; pp.185-220.
Citado por Álvarez Méndez (2001), la postura de Kliebard (1989) de que “sin contenido no hay currículum” determina de manera concluyente la importancia de delimitar el currículum para entender la naturaleza de las disciplinas curriculares que son puestas a la disposición del docente como agente que “transmite” el contenido epistemológico de cada una de ellas a los sujetos que en todo proceso educativo serán los educandos. Ocurre algo particular en el momento en que las relaciones entre el profesor y el alumno van dirigidas con una intención muchas veces implícita, pero que se hace visible cuando se aclara que todo conocimiento implica posturas políticas y de otra naturaleza, con lo cual se puede establecer un vínculo entre las disciplinas curriculares y los saberes propios del docente. Esta relación la pretendo justificar partiendo del hecho de que la didáctica, entendida desde mi postura como disciplina con su campo de conocimiento en construcción y que atañe a los procesos de enseñanza y aprendizaje, opera dentro de un marco institucional educativo, o sea, los espacios propios donde pueden hacerse explícitos los procesos educativos. Además, doy pauta para entender la cuestión del nuevo papel que debería jugar el docente ante sus propias decisiones, enfocándome literalmente al significado de la autonomía dentro de dichos espacios y las relaciones con los estudiantes.
Toda intención tiene una dirección, o más bien un propósito u objetivo que se establece y, siguiendo una serie de pasos, se pretende cumplir. La didáctica, para que pueda llamarse así como disciplina, debe operar dentro de un espacio definido —pero no por esto limitado—, con una serie de caracterizaciones propias; estamos hablando del espacio institucional porque fuera de éste no es posible hablar de didáctica. Se entiende a lo institucional como un ambiente organizado que, como especificaba, tiene una intención, de tal modo que la didáctica, presente dentro de este ambiente, es asimismo intencional. La intención de tal espacio es proporcionar los medios para que se efectúen estos procesos de enseñanza y aprendizaje; al estar organizado sugiere que es óptimo y cuenta con todas las condiciones imprescindibles, o al menos eso debería ser así, para lograr lo que se propone la didáctica aplicada puesta en marcha por los actores de los procesos educativos.
Ahora, en estos términos no estoy hablando de la didáctica general, porque habiendo señalado la intencionalidad del espacio institucional, estamos pisando terreno de la didáctica aplicada porque el ambiente organizado supone tareas y actividades prácticas que se llevan a cabo por los actores encargados explícitamente de ellas. En estas condiciones estoy concretando que la didáctica aplicada va a ocuparse, específicamente en este caso, de las disciplinas curriculares que son los contenidos que con toda intención van a comunicarse dentro del espacio organizado de operación de la didáctica. No obstante, y siguiendo la idea de las disciplinas, para que la didáctica pueda aplicarse a éstas, es preciso tener en cuenta tres componentes que justifican cabalmente su aplicabilidad. El componente epistemológico supone tener presente el conocimiento científico de la disciplina curricular, lo cual implica respetar su estructura y lenguaje, para lo cual su transmisión debe ser objetiva por parte del docente, habiendo tenido como condición éste el conocer de antemano el contenido de la disciplina, pero dicha transmisión no es simple y llana sino constructiva y, llamativa inclusive, para el educando.
Para la selección y organización de los contenidos, es preciso considerar el componente didáctico-curricular, porque es el profesor quien los selecciona en última instancia —no como una actividad instrumental, porque se perdería la intencionalidad—, guiado por un marco cultural y el valor educativo para los alumnos de tales contenidos. En cuanto al tercer componente, que es el práctico, considero que establecer “las situaciones apropiadas para el aprendizaje” implica, además de contar con todos los elementos que ayuden a su establecimiento, articular el saber teórico con el práctico porque es aquí donde podemos ver claramente la relación entre lo que se desea trasmitir y los procesos que se van a desarrollar para su logro.
Ante estos componentes imprescindibles a contemplar cuando hablamos de la didáctica aplicada, entiendo a la docencia como una actividad práctica socialmente aceptable en el contexto donde ocurren los procesos de enseñanza y aprendizaje. En este sentido, el docente que ejerce tal actividad, quien tiene conocimiento de las disciplinas que se dispone a enseñar a los alumnos, no puede dar por hecho que trasmite lo que aprendió antes de dedicarse a impartir clases; esto es importante y hay que tener cuidado porque el conocimiento, en palabras de Álvarez Méndez (2001), “no se puede reducir a un objeto que hay que transmitir” . Supondría más bien reinterpretar los contenidos curriculares —que en instituciones de nivel superior rígidas los dan todos por hecho sin cuestionarlos—, claro está, desde la perspectiva del docente o incluso construyendo nuevo conocimiento en las relaciones que se entablan entre el profesor y el alumno dentro de la institución.
Quien se deje llevar por las apariencias, podría llegar a creer que en el espacio organizado de la institución existen una serie de lineamientos a seguirse como receta de cocina para llegar al objetivo propuesto de antemano. Es preciso aclarar que tal cosa no puede tolerarse en nuestros días, y no obstante suele suceder en muchos ambientes que se caracterizan como rígidos. Al ser intencionada, la didáctica va más allá de lo técnico, porque en el planteamiento de los objetivos —que no pretenden realizarse a base de pasos especificados—, se busca comprender la finalidad de la práctica docente y sus alcances, de tal manera que el profesor ya no será visto como un sujeto transmisor, sino como un mediador que, facilitando el contenido curricular, puede problematizarlo a los educandos para que el conocimiento sea construido en el aula y otros espacios de la institución, de tal suerte que ya no será impuesto por quien no participa dentro de los procesos educativos.
Pero resulta que el docente que aspira a tales actitudes dentro de los procesos de enseñanza y aprendizaje, no siempre puede disponer de la libertad personal y del espacio organizado para conseguir ser un mediador del conocimiento. Estoy hablando de la autonomía del sujeto que actúa como facilitador, orientador y mediador. Como no es un experto —puede llegar a serlo—, no obstante tiene capacidad de decisión profesional; tomar decisiones es una realidad, y tal función del docente se ejerce en el mismo espacio del aula, porque decide cómo organiza el contenido de las disciplinas curriculares, considerando aquí la importancia del componente didáctico-curricular, en su práctica docente. Decidir, organizar, manejar, éstas son las características del profesor autónomo.
Sin embargo, para tener autonomía, es preciso tener capacidad de decisión. Aquí subyace un problema con la cuestión del poder, que no es otra cosa que tener bajo control lo que se quiere, haciendo todo según se considere necesario. Digo que se presenta un problema porque el poder de decisión siempre está en manos de unos cuantos, y la autoridad es quien dispone de él. De manera que, el profesor en tanto desea decidir lo que es acorde a la estructura y organización de los contenidos dentro del espacio organizado institucional, se ve impedido muchas veces a llevar a efecto su autonomía porque es restringida porque alguien “de afuera” decidió cómo se van a llevar a cabo los procesos de enseñanza y aprendizaje, sin darle muchas opciones al profesor quien es en verdad el que debe tomar decisiones al respecto. Si sigue como receta lo que se le pide, no está siendo autónomo, y por tanto no puede promover la autonomía a los educandos; en cambio, si se rebela contra la receta que le impone la autoridad, está siendo autónomo y en consecuencia hace promoción de la autonomía porque en esto consiste tener capacidad de decidir. Y la intencionalidad de la didáctica es llevada a término puesto que los actores participan en su realización.
El espacio organizado, o la institución, es la clave para comprender la aplicabilidad de la didáctica con respecto al conocimiento que se construye de manera objetiva en la relaciones entre el profesor y los alumnos. Tener presente que el profesor decide en última instancia cómo va a organizar los contenidos curriculares, sugiere mirar con otra óptica el papel que juega el docente cuando tiene a la autonomía de su lado para asumir tal decisión. La didáctica es intencional, porque en los proceso de enseñanza y aprendizaje nada es fortuito.
Bibliografía
ÁLVAREZ Méndez, Juan Manuel (2001) Entender la Didáctica, entender el Curriculum, ed. Miño y Dávila editores: Madrid; pp.185-220.
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